7/7/07

Robben Island: La isla de Mandela

El 2004 conocí Robben Island, la pequeña isla ubicada frente a la costa de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Allí vivió durante 18 años Nelson Mandela, recluido en una miserable celda de 2 metros por 2 metros 30. Al llegar a esta antigua prisión y leprosario, un gran arco recibe a los visitantes con las insólitas frases "Welcome", "We serve with pride", y "Welkom" y "Ons diem met trots", es decir, "Bienvenidos" y "Servimos con orgullo" en inglés y afrikaans, la lengua de los descendientes de los primeros colonos holandeses. Bajo ese mismo arco gris pasaron en los sesentas cientos de prisioneros políticos, condenados por el entonces invencible gobierno del apartheid. Esta es su historia, por Mario Vargas Llosa:

Cuando, en el invierno de 1964, Nelson Mandela desembarcó en Robben Island para cumplir su condena de trabajos forzados a perpetuidad, aquella isla llevaba a cuestas más de tres siglos de horror. Los holandeses primero, luego los británicos, habían confinado allí a los negros reacios a la dominación colonial, a la vez que la utilizaban también como leprosorio, manicomio y cárcel para delincuentes comunes.

Las corrientes que la circundaban y los tiburones daban cuenta de los temerarios que intentaban escapar de ella a nado. Cuando se estableció la Unión Sudafricana, el gobierno dejó de enviar a Robben Island a locos y leprosos; desde entonces, fue únicamente prisión de forajidos y rebeldes políticos. Hasta algunos años antes de que Mandela ingresara al penal, el gobierno del apartheid, que se inició en 1948 con la victoria electoral del Partido Nacional de Hendrik Verwoerd, tenía mezclados a presos comunes y políticos, a fin de que aquéllos atormentaran a éstos. Esa política cesó cuando las autoridades advirtieron que la cohabitación permitía el adoctrinamiento de muchos ladrones, asesinos o vagos, que, de pronto, pasaban a secundar a una de las dos principales fuerzas de la resistencia: el Congreso Nacional Africano (ANC) y el Congreso Pan Africano (PAC).

Pero, aunque comunes y políticos se hallaban separados, dentro de estos últimos había también una rígida división, cuando Mandela llegó; los dirigentes considerados de alta peligrosidad, como era su caso, iban a la llamada Sección B, donde la vigilancia era más estricta y a los múltiples padecimientos se añadía el de vivir casi en permanente soledad. Su celda, la número cinco, que ocupó durante los dieciocho años que estuvo en la isla -de los veintisiete que pasó en prisión- tiene dos metros por dos metros treinta, y tres de altura: parece un nicho, el cubil de una fiera, antes que un aposento humano. Las gruesas paredes de cemento aseguran que sea un horno en verano y una heladera en invierno. Por la única ventanita enrejada se divisa un patio cercado por una muralla en la que, en los tiempos de Mandela, se paseaban guardias armados. Éstos eran todos blancos y, la inmensa mayoría, afrikaans, así como los penados de Robben Island eran todos negros.

Los presos de raza blanca tenían cárceles separadas, y lo mismo los mestizos de origen indio o asiático, llamados Coloured por el sistema. El apartheid era algo mucho más profundo que una segregación racial. Dictaminaba una compleja escala en el grado de humanidad de las personas, en la que, a la raza blanca correspondía el tope, al negro el mínimo, y a los híbridos cuotas mayores o menores de coeficiente humano según los porcentajes de blancura que detentara el individuo.

El sistema carcelario sudafricano determinaba un régimen diferente de alimento, vestido, trabajo y castigos para el penado según la coloración de su piel. Así, en tanto que el mulato o el hindú tenían derecho a la Dieta D, que incluía pan, vegetales y café, los negros, merecedores de la Dieta F, estaban privados de esos tres ingredientes y debían sustentarse sólo con potajes de maíz. Incluso en las dosis de los alimentos que compartían la discriminación era inflexible: un coloured recibía dos onzas y media de azúcar por día y un negro apenas dos. Los mestizos dormían sobre un colchón y los africanos en esteras de paja; aquellos se abrigaban con tres frazadas; éstos, con dos.


Mandela aceptó sin protestar estas diferencias en lo que concernía a la alimentación y a la cama, pero, en cambio, con la manera respetuosa que siempre lució y que nunca dejó de aconsejar a sus compañeros que emplearan con las autoridades del penal, anunció a éstas que no se pondría los calzones cortos que el régimen prescribía para los presos de raza negra (con propósitos humillantes, pues era el uniforme de los domésticos de color en las casas de los blancos). De nada valieron amenazas, sevicias, el aislamiento total y otros castigos feroces, como el del cuadrado, que consistía en permanecer inmóvil, horas de horas, dentro de un pequeño rectángulo, hasta perder el sentido, una de las torturas que más suicidios provocó entre la población carcelaria. Al final, los presos políticos de Robben Island recibieron los pantalones largos que hasta entonces sólo correspondían a blancos y mestizos.

La jornada comenzaba a las cinco y media de la mañana. El penado tenía derecho a salir de su celda por unos minutos a vaciar el balde de excrementos y a asearse en un lavador común; aunque estaba prohibido cruzar palabra con el vecino, en aquellos momentos compartidos en la madrugada con los compañeros de la Sección B eran posible, a veces, rápidos diálogos, o por lo menos, una comunicación silenciosa, corporal y visual, que levantaba el ánimo. Después del primer potaje de maíz del día, los presos salían al patio, donde, sentados en el suelo, muy separados unos de otros y en silencio, picaban volúmenes de piedra caliza con una pequeña pica y un martillo de metal. A media mañana y a media tarde tenían derecho a un reposo de media hora, para dar vueltas al patio y desentumecer las piernas. Recibían otros dos potajes, uno al mediodía y otro a las cuatro de la tarde, en que eran encerrados en las celdas hasta el día siguiente. El foco de luz de cada cubil permanecía encendido las veinticuatro horas.

Los presos políticos tenían derecho a recibir una visita de media hora cada seis meses, siempre que no estuvieran sufriendo un castigo. Aquella se llevaba a cabo en una habitación en que penados y visitantes se hallaban separados por una pared de vidrio con pequeños orificios, en presencia de dos guardas armados que tenían obligación de interrumpir la conversación en el instante mismo en que ella se apartara del tema familiar y rozara la actualidad o asuntos políticos. Podían también escribir y recibir dos veces al año una carta que, antes, pasaba por una rigurosa censura que tachaba todas las frases que estimaba sospechosas, capaces de esconder algún mensaje político.

Esta rutina enloquecedora, orientada a destruir la humanidad del penado, a embrutecerlo y privarlo de reflejos vitales, de la más elemental esperanza, no consiguió su objetivo en el caso de Nelson Mandela. Por el contrario, el testimonio de sus amigos del ANC y de los adversarios del PAC, que compartieron con él los años de Robben Island, es contundente: cuando, a los nueve años de estar sometido a semejante régimen, éste se atenuó, y pudo, por fin, estudiar -se graduó de abogado por correspondencia en la Universidad de Londres-, cultivar un pequeño jardín y alternar con los otros presos políticos de la isla durante las horas de trabajo común en la cantera de piedra caliza situada a media milla del penal y en los recreos, se había vuelto un hombre más sereno y profundo de lo que era antes de entrar a la cárcel. Y adquirido una lucidez y sabiduría políticas que fueron determinantes para que su autoridad se impusiera primero sobre sus compañeros de Robben Island, luego sobre el Congreso Nacional Africano y, finalmente, sobre el país entero, al extremo -casi cómico- de que día, en Sudáfrica, uno oye por doquier a los blancos, afrikaans, ingleses o de otros ancestros europeos, lamentarse de la decisión de Mandela de no presentarse en las próximas elecciones y haber cedido la presidencia del ANC a Thabo Mbeki.

En efecto, lo extraordinario de lo ocurrido con Mandela en su primera década en Robben Island, en que estuvo inmerso en ese sistema infernal, no es que no perdiera la razón, ni la voluntad de vivir, ni sus ideales políticos. Es que, en esos años de espanto, en vez de impregnarse de odio y de rencor, llegara al convencimiento de que la única manera sensata de resolver el problema de África del Sur era una negociación pacífica con el gobierno racista del apartheid, una estrategia encaminada a persuadir a la comunidad blanca del país -ese 12% de la población que explotaba y discriminaba sin misericordia desde hacía siglos al 88% restante- de que el cese del sistema discriminatorio y la democratización política no significaría, en modo alguno, lo que temían, el caos y las represalias, sino el inicio de una era de armonía y cooperación entre los surafricanos de las diversas razas y culturas.Esta idea generosa había guiado al ANC en sus remotos orígenes, cuando apenas una junta de notables negros empeñados en demostrar por todos los medios, a los blancos racistas, que las gentes de color no eran los bárbaros que creían, pero, a comienzos de los sesenta, cuando la ferocidad de la represión alcanzó extremos vertiginosos, la teoría de la acción violenta ganó, incluso, al trío dirigente más moderado del African National Congress: Mandela, Sisulu y Tambo. Aunque siempre rechazaron las tesis del PAC, de África para los africanos y de echar a los blancos al mar, ellos crearon, dentro del ANC, el grupo activista Umknonto we Siswe, encargado de sabotajes y acciones armadas y enviaron a jóvenes africanos a recibir entrenamiento guerrillero a Cuba, china Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.

Cuando Mandela llegó a Robben Island como el penado 466/64, la idea de que el apartheid sólo cesaría mediante la fuerza, jamás a través del diálogo y la persuasión, estaba firmemente arraigada en la mayoría africana. ¿Y quien se hubiera atrevido, en ese momento de apogeo del Partido Nacional y de desenfreno de sus políticas racistas, a contradecirla? Nelson Mandela se atrevió. Lo hizo desde la terrible soledad de esa cueva donde estaba condenado a pasar el resto de sus días, desarrollando, en la segunda década de su encierro, prodigios de habilidad táctica, convenciendo, primero, a sus propios compañeros de partido, a los comunistas, a los liberales, y, en la tercera década de prisión, cuando sus condiciones mejoraron y pudo comunicarse ya con el exterior, a los propios afrikaans del gobierno, exhortándolos a abrir el diálogo y a llegar a un acuerdo que asegurara a Sudáfrica un futuro de sociedad libre y multirracial. Le costó veinte años más de esfuerzos, enfrentar con una voluntad de hierro indecibles obstáculos, pero, al final, lo consiguió, y terminó -mientras aún seguía sirviendo su condena perpetua- tomando té civilizadamente con los dos últimos presidentes del apartheid: Botha y Klerk. Ahora es el Presidente electo y universalmente respetado por blancos, negros, indios y mulatos, del más próspero y democrático país que haya conocido en su larga y tristísima historia el continente africano.

Por eso, si usted llega a ese país, no se contente con recorrer las pulcras ciudades sudafricanas que parecen recién lavadas y planchadas; ni sus playas espectaculares, ni sus refinados viñedos, ni sus grandes bosques donde leones, elefantes, leopardos y jirafas se pasean en libertad, ni se limite -para medir toda la injusticia que aún falta por remediar- a recorrer las barriadas negras, como la de Soweto, que, a pesar de su pobreza, arden de energía y creatividad. Vaya, sobre todo, a Robben Island, ese pedazo de tierra que se divisa desde los malecones de Cape Town, pardo y borroso en los bellos crepúsculos, en medio del mar. Porque uno de los más prodigiosos y esperanzadores acontecimientos históricos de este fin de siglo se gestó allí, en un calabozo inhumano, gracias a la inteligencia y a la grandeza de espíritu del más respetable político vivo de nuestro tiempo. (Mario Vargas Llosa. El País de España).

12 comentarios:

Anónimo dijo...

wow... GRACIAS.

Anónimo dijo...

Mandela es de esos hombres que están en las páginas de la historia por la defensa acérrima de sus ideales, ni el encierro de 30 años por el gobierno racista de los ingleses logró mermar su espíritu, lo que lo hace digno de toda mi admiración. A Nelson Mandela lo conocí a traves del libro El largo camino a la libertad, donde escribe su desgarradora experiencia en prisión, es bellísimo, se los recomiendo. Cony.

Anónimo dijo...

En 1994 me tocó ser testigo presencial de las primeras elecciones multirraciales en la embajada de Sudáfrica en Chile, sabía que era un momento histórico, no fueron más de 20 quienes asistieron a la votación, el 99% eran blancos,el 1% era indio, por supuesto ninguno de los asistentes representaba a la mayoría al otro lado del mundo, aún así había que garantizar la transparencia de la elección.
Emocionante recordar ese momento al leer el notable artículo de Vargas LLosa.

Cada vez me entusiasma más visitar este blog
eli

Anónimo dijo...

Una cosa es que me parece impresionante (y admirable) que el caracter de un g¡hombre como Nelson Mandela se mantuviera intacto, en paz, sin odio, mejor! viviendo en la mierda durante décadas, atrapado, aislado, encerrado, torturado, en silencio, en total injusticia... Cuánto resistiría uno...? La grandeza de su espiritu me emociona profundamente.
Lo segundo que quiero preguntarte es si el apartheid terminó realmente en sudáfrica o sigue camuflado como todos los males de este tiempo.

marpaz dijo...

Carloca:

El sistema de segregación racial del apartheid , que en lengua afrikaans significa “separación”, duró prácticamente 50 años de este siglo. El dominio de la minoría blanca gobernante estuvo vigente hasta las primeras elecciones generales de 1994, en las que pudo participar toda la población y donde Nelson Mandela fue elegido el primer presidente de raza negra. Esto significa que cuando yo estuve en Sudáfrica, habían pasado recién 10 años desde el término de un largo sistema no sólo político y económico, sino que también cultural, enraizado en todos los niveles simbólicos de la sociedad. Como simples viajeras, mi amiga y yo pudimos percibir diferencias simples: los empleados de los hoteles eran todos negros, los restaurantes y los bares continuaban estando perfectamente separados en locales para blancos y locales para negros, aún sin existir letreros ni leyes, y los mismos espacios de Ciudad del Cabo acogían habitantes según el color. Como humilde observadora de esa realidad, creo que aún faltan muchas generaciones para que la integración racial sea verdadera.

Puedo contarte que en nuestro viaje nos encontramos con una serie de eventos internacionales conmemorativos de estos primeros 10 años del fin de apartheid. La mayoría de ellos eran proclamados como “aniversarios de la libertad”, “aniversarios de la justicia”, etc. Sin embargo, lo cierto es que las consecuencias de medio siglo de segregación racial en Sudáfrica existen por montones. Pobreza, índices tremendos de criminalidad y desocupación, crisis en el sistema sanitario, falta de electricidad y agua potable, más de 5 millones de habitantes con sida, en fin, demuestran que la desigualdad social sigue siendo una de las mayores del mundo. Aunque para serte sincera, y considerando la situación de tantos países tercermundistas, incluyendo el nuestro, no tengo muy claro si esta brutal desigualdad es efecto directo del racismo, o simplemente del capitalismo. Dejo abierta la interrogante.

Anónimo dijo...

es impresionante.... debe ser una mezcla de ambas cosas...pero no se cual será primero y cual después... es una gran pregunta para debatir aquí y en la vida...

Carloca.

Anónimo dijo...

Estimadas:
me sumo a la idea de una mezcla, por un lado un sistema de segregación racial de medio siglo (seguramente los blancos allá no son tan pobres). por otro la pobreza de los países del tercer mundo olvidados por el dios del capitalismo. Alguna vez leí en una revista un reportaje sobre "el milagro sudafricano", la revista era de economía y estaba en inglés, una idiotez. Pablo.

Anónimo dijo...

El milagro sudafricano debe ser de la onda Chile jaguares de latinoamerica

Anónimo dijo...

El milagro sudafricano debe ser de la onda Chile jaguares de latinoamerica

Anónimo dijo...

CHILE ES GATO DE LA MALESA, COMO DECIAN LOS VENEGAS

Anónimo dijo...

juajaja! grande los venegas!

Anónimo dijo...

entre el racismo y el capitalismo.... me quedo con el anarquismo señores.