26/7/07

Globo perdido


Evan Lane, Flickr


24/7/07

Buscando el solcito

“Marchnwe”, en Flickr.

22/7/07

Siempre que llovió, paró

Sabio concepto para aplicar en la vida.
Foto de Catalina Mol.

16/7/07

Veterinario

Consultorio ubicado en la Calle 5ta. Poniente de la ciudad de Tapachula, Chiapas, Sur de México.

14/7/07

La vida es cambio

Esta mañana leí algo con sentido. Me recordó una larga charla por mail que sostuve hace unos días con una amiga. Lo escribió la antropóloga Patricia May, columnista de varios medios nacionales.

“El miedo es una de los estados sicológicos más frecuentes en las personas. Miedo al futuro, a los otros, al cambio climático, a quedar sin trabajo, a enfermarse, a ser abandonado, a emprender nuevos desafíos, a la muerte de nosotros o nuestros seres amados. O sea, miedo a la vida como es, impredecible.

Muchos construyen sus vidas desde el miedo, tomando decisiones y eligiendo caminos para que nada les ocurra; sin embargo, esto se convierte en una tortura, porque la vida con su fuerza creativa e impredecible se nos cuela por todos los costados y nos toca donde menos lo esperábamos. Las vidas construidas desde el temor son chatas, sombrías, apretadas. Más que fundarse en la alegría de ser y crear, se centran en el temor a los riesgos que inevitablemente conlleva el vivir.

Alegría y dolor, tiempos estables e inestables, claridad y confusión, nacimiento y muerte, logro y frustración, son inevitables. ¿Por qué, entonces, vivir tomando caminos que nos eviten el vivir?, ¿para qué educar a los niños en sistemas que los hacen infelices con la tensión y la sobreexigencia si ello no asegura felicidad a futuro?, ¿para qué elegir profesiones que no son nuestro camino de realización personal para asegurar una posición económica?

Tomar decisiones o caminos por miedo es vivir en la utopía de que mantendremos las cosas controladas y de que el dolor o la inestabilidad no nos tocarán; sin embargo, no hay forma de controlar la mayor parte de los acontecimientos, no es posible tener la vida amarrada; muchas veces las cosas no se desarrollarán de acuerdo con lo esperado y el tiempo nos irá trayendo, inevitablemente, sorpresas.

Ante esto sólo nos queda la actitud de apretarnos más y más, o simplemente soltar y entregarse a una actitud de confianza total en la vida.

No la pequeña confianza que tiene que ver con que todo resulte de acuerdo con nuestras expectativas, sino la confianza con mayúscula, la confianza incondicional que responde a un diseño, a un bien mayor que nuestra conciencia no alcanza a comprender, pero nos lleva a intuir que todo tiene un sentido, que aún lo que nos disgusta o nos duele está allí generando evolución, expansión, aprendizaje.

Esta confianza radical nos lleva a vivir abandonando las expectativas y deseos obsesivos y nos abre a la posibilidad de entregarnos alegremente al momento, a disfrutar de lo que está dándose y a caminar emprendiendo aquello que nuestra alma nos impulsa a realizar sin estancarnos o detenernos por los temores a los resultados o a los cambios.

La confianza radical implica dejar de rechazar los momentos de crisis, cambio, confusión o dolor como algo malo y simplemente permitir que estos nos traigan su regalo. La vida plena y con sentido es para los valientes, para los que se atreven a abrir caminos, a cambiar, a esforzarse por expresar la vocación personal, aun cuando nadie nos pueda asegurar que todo resultará perfecto.

¿Qué hubiera sido de la historia si Beethoven, o Van Gogh, o Mandela, o Gandhi hubieran dejado su vocación por vivir vidas seguras y protegidas?

Para la pequeña visión puede incluso parecer que fracasaron; sin embargo, desde la visión del alma dieron a luz a su ser, confiando completamente en su impulso interior”.

7/7/07

Robben Island: La isla de Mandela

El 2004 conocí Robben Island, la pequeña isla ubicada frente a la costa de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Allí vivió durante 18 años Nelson Mandela, recluido en una miserable celda de 2 metros por 2 metros 30. Al llegar a esta antigua prisión y leprosario, un gran arco recibe a los visitantes con las insólitas frases "Welcome", "We serve with pride", y "Welkom" y "Ons diem met trots", es decir, "Bienvenidos" y "Servimos con orgullo" en inglés y afrikaans, la lengua de los descendientes de los primeros colonos holandeses. Bajo ese mismo arco gris pasaron en los sesentas cientos de prisioneros políticos, condenados por el entonces invencible gobierno del apartheid. Esta es su historia, por Mario Vargas Llosa:

Cuando, en el invierno de 1964, Nelson Mandela desembarcó en Robben Island para cumplir su condena de trabajos forzados a perpetuidad, aquella isla llevaba a cuestas más de tres siglos de horror. Los holandeses primero, luego los británicos, habían confinado allí a los negros reacios a la dominación colonial, a la vez que la utilizaban también como leprosorio, manicomio y cárcel para delincuentes comunes.

Las corrientes que la circundaban y los tiburones daban cuenta de los temerarios que intentaban escapar de ella a nado. Cuando se estableció la Unión Sudafricana, el gobierno dejó de enviar a Robben Island a locos y leprosos; desde entonces, fue únicamente prisión de forajidos y rebeldes políticos. Hasta algunos años antes de que Mandela ingresara al penal, el gobierno del apartheid, que se inició en 1948 con la victoria electoral del Partido Nacional de Hendrik Verwoerd, tenía mezclados a presos comunes y políticos, a fin de que aquéllos atormentaran a éstos. Esa política cesó cuando las autoridades advirtieron que la cohabitación permitía el adoctrinamiento de muchos ladrones, asesinos o vagos, que, de pronto, pasaban a secundar a una de las dos principales fuerzas de la resistencia: el Congreso Nacional Africano (ANC) y el Congreso Pan Africano (PAC).

Pero, aunque comunes y políticos se hallaban separados, dentro de estos últimos había también una rígida división, cuando Mandela llegó; los dirigentes considerados de alta peligrosidad, como era su caso, iban a la llamada Sección B, donde la vigilancia era más estricta y a los múltiples padecimientos se añadía el de vivir casi en permanente soledad. Su celda, la número cinco, que ocupó durante los dieciocho años que estuvo en la isla -de los veintisiete que pasó en prisión- tiene dos metros por dos metros treinta, y tres de altura: parece un nicho, el cubil de una fiera, antes que un aposento humano. Las gruesas paredes de cemento aseguran que sea un horno en verano y una heladera en invierno. Por la única ventanita enrejada se divisa un patio cercado por una muralla en la que, en los tiempos de Mandela, se paseaban guardias armados. Éstos eran todos blancos y, la inmensa mayoría, afrikaans, así como los penados de Robben Island eran todos negros.

Los presos de raza blanca tenían cárceles separadas, y lo mismo los mestizos de origen indio o asiático, llamados Coloured por el sistema. El apartheid era algo mucho más profundo que una segregación racial. Dictaminaba una compleja escala en el grado de humanidad de las personas, en la que, a la raza blanca correspondía el tope, al negro el mínimo, y a los híbridos cuotas mayores o menores de coeficiente humano según los porcentajes de blancura que detentara el individuo.

El sistema carcelario sudafricano determinaba un régimen diferente de alimento, vestido, trabajo y castigos para el penado según la coloración de su piel. Así, en tanto que el mulato o el hindú tenían derecho a la Dieta D, que incluía pan, vegetales y café, los negros, merecedores de la Dieta F, estaban privados de esos tres ingredientes y debían sustentarse sólo con potajes de maíz. Incluso en las dosis de los alimentos que compartían la discriminación era inflexible: un coloured recibía dos onzas y media de azúcar por día y un negro apenas dos. Los mestizos dormían sobre un colchón y los africanos en esteras de paja; aquellos se abrigaban con tres frazadas; éstos, con dos.


Mandela aceptó sin protestar estas diferencias en lo que concernía a la alimentación y a la cama, pero, en cambio, con la manera respetuosa que siempre lució y que nunca dejó de aconsejar a sus compañeros que emplearan con las autoridades del penal, anunció a éstas que no se pondría los calzones cortos que el régimen prescribía para los presos de raza negra (con propósitos humillantes, pues era el uniforme de los domésticos de color en las casas de los blancos). De nada valieron amenazas, sevicias, el aislamiento total y otros castigos feroces, como el del cuadrado, que consistía en permanecer inmóvil, horas de horas, dentro de un pequeño rectángulo, hasta perder el sentido, una de las torturas que más suicidios provocó entre la población carcelaria. Al final, los presos políticos de Robben Island recibieron los pantalones largos que hasta entonces sólo correspondían a blancos y mestizos.

La jornada comenzaba a las cinco y media de la mañana. El penado tenía derecho a salir de su celda por unos minutos a vaciar el balde de excrementos y a asearse en un lavador común; aunque estaba prohibido cruzar palabra con el vecino, en aquellos momentos compartidos en la madrugada con los compañeros de la Sección B eran posible, a veces, rápidos diálogos, o por lo menos, una comunicación silenciosa, corporal y visual, que levantaba el ánimo. Después del primer potaje de maíz del día, los presos salían al patio, donde, sentados en el suelo, muy separados unos de otros y en silencio, picaban volúmenes de piedra caliza con una pequeña pica y un martillo de metal. A media mañana y a media tarde tenían derecho a un reposo de media hora, para dar vueltas al patio y desentumecer las piernas. Recibían otros dos potajes, uno al mediodía y otro a las cuatro de la tarde, en que eran encerrados en las celdas hasta el día siguiente. El foco de luz de cada cubil permanecía encendido las veinticuatro horas.

Los presos políticos tenían derecho a recibir una visita de media hora cada seis meses, siempre que no estuvieran sufriendo un castigo. Aquella se llevaba a cabo en una habitación en que penados y visitantes se hallaban separados por una pared de vidrio con pequeños orificios, en presencia de dos guardas armados que tenían obligación de interrumpir la conversación en el instante mismo en que ella se apartara del tema familiar y rozara la actualidad o asuntos políticos. Podían también escribir y recibir dos veces al año una carta que, antes, pasaba por una rigurosa censura que tachaba todas las frases que estimaba sospechosas, capaces de esconder algún mensaje político.

Esta rutina enloquecedora, orientada a destruir la humanidad del penado, a embrutecerlo y privarlo de reflejos vitales, de la más elemental esperanza, no consiguió su objetivo en el caso de Nelson Mandela. Por el contrario, el testimonio de sus amigos del ANC y de los adversarios del PAC, que compartieron con él los años de Robben Island, es contundente: cuando, a los nueve años de estar sometido a semejante régimen, éste se atenuó, y pudo, por fin, estudiar -se graduó de abogado por correspondencia en la Universidad de Londres-, cultivar un pequeño jardín y alternar con los otros presos políticos de la isla durante las horas de trabajo común en la cantera de piedra caliza situada a media milla del penal y en los recreos, se había vuelto un hombre más sereno y profundo de lo que era antes de entrar a la cárcel. Y adquirido una lucidez y sabiduría políticas que fueron determinantes para que su autoridad se impusiera primero sobre sus compañeros de Robben Island, luego sobre el Congreso Nacional Africano y, finalmente, sobre el país entero, al extremo -casi cómico- de que día, en Sudáfrica, uno oye por doquier a los blancos, afrikaans, ingleses o de otros ancestros europeos, lamentarse de la decisión de Mandela de no presentarse en las próximas elecciones y haber cedido la presidencia del ANC a Thabo Mbeki.

En efecto, lo extraordinario de lo ocurrido con Mandela en su primera década en Robben Island, en que estuvo inmerso en ese sistema infernal, no es que no perdiera la razón, ni la voluntad de vivir, ni sus ideales políticos. Es que, en esos años de espanto, en vez de impregnarse de odio y de rencor, llegara al convencimiento de que la única manera sensata de resolver el problema de África del Sur era una negociación pacífica con el gobierno racista del apartheid, una estrategia encaminada a persuadir a la comunidad blanca del país -ese 12% de la población que explotaba y discriminaba sin misericordia desde hacía siglos al 88% restante- de que el cese del sistema discriminatorio y la democratización política no significaría, en modo alguno, lo que temían, el caos y las represalias, sino el inicio de una era de armonía y cooperación entre los surafricanos de las diversas razas y culturas.Esta idea generosa había guiado al ANC en sus remotos orígenes, cuando apenas una junta de notables negros empeñados en demostrar por todos los medios, a los blancos racistas, que las gentes de color no eran los bárbaros que creían, pero, a comienzos de los sesenta, cuando la ferocidad de la represión alcanzó extremos vertiginosos, la teoría de la acción violenta ganó, incluso, al trío dirigente más moderado del African National Congress: Mandela, Sisulu y Tambo. Aunque siempre rechazaron las tesis del PAC, de África para los africanos y de echar a los blancos al mar, ellos crearon, dentro del ANC, el grupo activista Umknonto we Siswe, encargado de sabotajes y acciones armadas y enviaron a jóvenes africanos a recibir entrenamiento guerrillero a Cuba, china Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.

Cuando Mandela llegó a Robben Island como el penado 466/64, la idea de que el apartheid sólo cesaría mediante la fuerza, jamás a través del diálogo y la persuasión, estaba firmemente arraigada en la mayoría africana. ¿Y quien se hubiera atrevido, en ese momento de apogeo del Partido Nacional y de desenfreno de sus políticas racistas, a contradecirla? Nelson Mandela se atrevió. Lo hizo desde la terrible soledad de esa cueva donde estaba condenado a pasar el resto de sus días, desarrollando, en la segunda década de su encierro, prodigios de habilidad táctica, convenciendo, primero, a sus propios compañeros de partido, a los comunistas, a los liberales, y, en la tercera década de prisión, cuando sus condiciones mejoraron y pudo comunicarse ya con el exterior, a los propios afrikaans del gobierno, exhortándolos a abrir el diálogo y a llegar a un acuerdo que asegurara a Sudáfrica un futuro de sociedad libre y multirracial. Le costó veinte años más de esfuerzos, enfrentar con una voluntad de hierro indecibles obstáculos, pero, al final, lo consiguió, y terminó -mientras aún seguía sirviendo su condena perpetua- tomando té civilizadamente con los dos últimos presidentes del apartheid: Botha y Klerk. Ahora es el Presidente electo y universalmente respetado por blancos, negros, indios y mulatos, del más próspero y democrático país que haya conocido en su larga y tristísima historia el continente africano.

Por eso, si usted llega a ese país, no se contente con recorrer las pulcras ciudades sudafricanas que parecen recién lavadas y planchadas; ni sus playas espectaculares, ni sus refinados viñedos, ni sus grandes bosques donde leones, elefantes, leopardos y jirafas se pasean en libertad, ni se limite -para medir toda la injusticia que aún falta por remediar- a recorrer las barriadas negras, como la de Soweto, que, a pesar de su pobreza, arden de energía y creatividad. Vaya, sobre todo, a Robben Island, ese pedazo de tierra que se divisa desde los malecones de Cape Town, pardo y borroso en los bellos crepúsculos, en medio del mar. Porque uno de los más prodigiosos y esperanzadores acontecimientos históricos de este fin de siglo se gestó allí, en un calabozo inhumano, gracias a la inteligencia y a la grandeza de espíritu del más respetable político vivo de nuestro tiempo. (Mario Vargas Llosa. El País de España).

5/7/07

Aurora Boreal

Una aurora boreal se produce cuando una eyección de masa solar choca con los polos norte y sur de la magnetosfera terrestre, produciendo una luz difusa pero predominante proyectada en la ionosfera terrestre. Se llama “aurora boreal” cuando se observa este fenómeno en el hemisferio norte -comunmente entre septiembre y octubre- y “aurora austral” cuando ocurre en el hemisferio sur. No hay diferencias entre ellas.
"Aurora" es el nombre de la diosa romana del amanecer, y "boreas" significa "viento" en griego.

Bellísimas fotos en http://www.scientific.hickerphoto.com/aurora-borealis-scientific.htm